DEFENSA PROPIA


SE SENTÍA PODEROSO, UN DIOS. La tenía donde quería tenerla, inmersa en el terror. Pensaba paladear ese momento, alargarlo lo más posible, disfrutarlo como se merecía. Porque se lo había merecido. Su trabajo le había costado hacerle ver a esa puta quién mandaba, y ahora que la tenía encadenada al miedo constante, sin concesiones, asestaría el golpe maestro.
Conocía al dedillo cada uno de sus movimientos, así que sabía que en poco menos de diez minutos saldría por la puerta. Entonces rodearía su cuello con el sisal que llevaba preparado y la metería por la fuerza en casa. Allí podría trabajársela cómodamente, sin prisas.
Notó la tirantez del pantalón en la entrepierna. ¡Maldita sea, ahora no! Trató de pensar en otra cosa, no le convenía empalmarse antes de tiempo. Se recostó contra la pared en la oscuridad del descansillo, su brazo desnudo rozando la jamba. Sintió un escalofrío de placer. Ya faltaba poco.
Oyó el tintinear de unas llaves y luego la puerta se entre abrió dejando salir un haz de luz del interior del piso. Dio dos tirones a la soga para asegurarse de que no se le desenrollaría de las manos y se dispuso a actuar. 
La luz del descansillo se encendió.
«Pero ¿qué…?»
No pudo seguir pensando. El brillo acerado de los ojos que miraban los suyos le confundió. Tampoco tuvo tiempo de reaccionar a la descarga. Le dolió, pero no le hizo perder del todo el conocimiento, por lo que podía notarlo todo a su alrededor.
 Se sintió arrastrado de los pies. Su cabeza rebotó contra el suelo antes de acabar sobre una mullida alfombra. Alguien le dio la vuelta de modo que su cara quedó contra la tarima. Una presa imposible lo inmovilizó cuando estaba a punto de recobrar el movimiento de su cuerpo. Intentó zafarse sin resultado. Cuanto más se movía, más le dolía el brazo, que tenía retorcido hacia atrás, y el cuello, que aguantaba la presión de algo firme y duro, una rodilla seguramente.
No. No era posible. Ella era incapaz de hacer aquello. Entonces se dio cuenta de que eran dos personas las que lo sujetaban.
Todo estaba sucediendo al revés.
No hubo golpes, ni insultos, ni tan siquiera un pequeño reproche.
—Si se mueve, lo fríes —dijo una voz, de sobra conocida.
Era ella, la maldita puta que le había hechizado y luego abandonado. Como si a él se le pudiera abandonar sin más, sin consecuencias.
—Con gusto —respondió otra voz femenina con acento argentino.
El odio subió como bilis por su garganta.
Enseguida, sin embargo, se olvidó de sus deseos de venganza. Notó que le metían un trapo en la boca. Apenas podía respirar. Tuvo náuseas.
—Esta es la última vez que haces daño a una mujer —le dijo al oído la voz argentina en un tono duro como la piedra.
Entonces experimentó un fuerte tirón en los brazos y de pronto se encontró de pie. Inmediatamente le dieron la vuelta. Estaba frente a sus agresoras, la cara de su ex muy cerca de la suya. Cerró el puño con la intención de darle un buen puñetazo, pero no pudo. Un golpe seco en la sien le produjo un dolor que le traspasó el cerebro. Y ya no sintió más. Se desplomó como un saco.
Al recuperar el conocimiento, sintió un vahído y una insoportable presión en la nuca. Estaba dentro de una ambulancia con un agente a cada lado de la camilla. «¿Qué hostias pasa?» intentó decir. Pero de su boca no salió palabra alguna.
—Traumatismo cerebral con parálisis —dijo alguien.
«Esta es la última vez que haces daño a una mujer.» Oía una y otra vez, sin parar, en una repetición de gramola desvencijada.
Se estaba volviendo loco. La voz se negaba a salir de su cabeza.
—¡Déjame en paz! —Gritó.
Nadie le oyó.
El grito solo se había producido en su mente.
                                                                                                    
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